Fue otro día el profeta Enigmátides a la isla de Quíos y fijó su residencia en lo alto de una columna desde la que podía escuchar el clamor del océano. Había decidido abandonar el mundo. La humanidad era malvada y se daba demasiada importancia a sí misma. Enigmátides no entendía expresiones como: "Ha sido el mejor músico de la historia de la humanidad". Además, nadie se daba cuenta de que su vida social era una ilusión. Todos llegaban al mundo solos y todos se marchaban solos, pero nadie creía estar solo mientras discutía con sus amigos en el ágora sobre la metaintrascendencia o mientras compartía su comida con su familia y esclavos. Pasaron los días y el profeta iba muriendo. Mucha gente importante vino a sermonearle o a intentar convencerle de que el mundo merecía la pena, pero Enigmátides estaba ocupado escuchando el mar. En cambio, Diógenes y tres ovejas también pasaron por allí, y ese día todos estuvieron un rato escuchando el mar. A todo esto, la única vieja que vivía e...