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La última profecía

Fue otro día el profeta Enigmátides a la isla de Quíos y fijó su residencia en lo alto de una columna desde la que podía escuchar el clamor del océano. Había decidido abandonar el mundo.
La humanidad era malvada y se daba demasiada importancia a sí misma. Enigmátides no entendía expresiones como: "Ha sido el mejor músico de la historia de la humanidad". Además, nadie se daba cuenta de que su vida social era una ilusión. Todos llegaban al mundo solos y todos se marchaban solos, pero nadie creía estar solo mientras discutía con sus amigos en el ágora sobre la metaintrascendencia o mientras compartía su comida con su familia y esclavos.
Pasaron los días y el profeta iba muriendo. Mucha gente importante vino a sermonearle o a intentar convencerle de que el mundo merecía la pena, pero Enigmátides estaba ocupado escuchando el mar. En cambio, Diógenes y tres ovejas también pasaron por allí, y ese día todos estuvieron un rato escuchando el mar.
A todo esto, la única vieja que vivía en las inmediaciones se veía obligada a ofrecer su hospitalidad a tanto transeúnte forastero, hasta que vio que a mediados del mes de noviembre la tinaja de la longaniza para el invierno estaba vacía.
Se arremangó entonces los faldones, bajó dando zancadas colina abajo enfundada su pañuelo negro de ir de paseo (diferente del pañuelo negro de coser a la puerta de la calle o del pañuelo negro de echar de comer a las gallinas) y se plantó delante de la columna del profeta.
"¡Joroña que joroña!"
Los emisarios de la Academia de Platón, que habían nombrado doctor honoris causa a Enigmátides algunos años antes y estaban en ese momento en pleno monólogo sobre que lo de la caverna no había que tomárselo tan en serio, huyeron despavoridos ante la aterradora visión de una diminuta y encorvada vieja de la isla de Quíos en un arrebato de furia.
"¡A cuenta tuya se han apañado toda mi longaniza, granuja! Haz el favor de irte a plantar tu dichosa columna a Rodas lo más cerca, que aquí me tienes hasta la coronilla con tanta humanidad y tantas gaitas".
"Qué sabrá usted de inquietudes existenciales, buena mujer. ¿Sabe usted leer?"
Entonces la vieja arrugó el entrecejo y recitó:
"To see a world in a grain of sand
And a heaven in a wild flower,
Hold infinity in the palm of your hand
And eternity in an hour
".
Y Enigmátides bajó de su columna y murió en Rodas, sabiendo que también él era malo.

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