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Eleanor Rigby

El maullido de su gato despierta a Eleanor Rigby por la mañana temprano. Se llama Manuel, como el camarero de Fawlty Towers, su serie favorita. Lo encontró en su cubo de la basura, hurgando en una tarta rancia que había cocinado primorosamente y decorado con nata y cerezas, pero la visita que había estado esperando nunca cruzó el umbral de su puerta.
Con la bata puesta, Eleanor Rigby se bebe su té con leche diario, caliente y no muy dulce, mientras Manuel se restriega contra sus piernas ancianas y temblorosas, pidiendo unas espinas de pescado para desayunar.
A las nueve en punto llega el lechero.
-Hola, señora Rigby.
-¡Oh! Buenos días, querido. Me alegro mucho de verte. Veo que está lloviendo, te vas a coger un catarro tremendo.
-Dos botellas, ¿verdad?
-Si esperas un momentito te traigo un paraguas. No tardo nada.
Pero el lechero ya se había ido.
La señora Rigby limpia el polvo despacio. Su casa está llena de antiguas fotos en blanco y negro cuyos rostros felices sólo ella recuerda, y le gusta contemplarlas mientras pasa con cuidado el plumero. El aire siempre huele a rosas marchitas.
Por la tarde va a la iglesia, caminando por las estrechas callejuelas con sus pasitos cortos y apacibles. Cinco personas acuden al sermón del padre McKenzie aparte de ella: cuatro mujeres viejas y un mendigo que vive en el campanario. Ella se arrodilla sola junto al pasillo y escucha al párroco, cuyas palabras ni siquiera interesan a las otras mujeres. Van allí simplemente porque es su costumbre.
De vuelta en casa, Eleanor Rigby habla con sus plantas sobre el tiempo húmedo que ha hecho hoy y las riega un poco, y el poco tiempo de luz que queda lo pasa mirando por la ventana a la gente que pasa. No hay alumbrado eléctrico en su calle.
Luego se sienta triste en su sillón delante de la televisión, pero no la enciende. Mucha gente pasó sus últimas horas viéndola, olvidados por su familia y sus amigos, y ella no quiere terminar de la misma manera. Desgraciadamente, ya ha sido olvidada, así que se queda dormida.

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