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La funambulista

El edificio residencial tiene cinco pisos de altura. Es de construcción reciente, y sus inquilinos, persuadidos por las zonas verdes, la pisicina y las amplias plazas de garaje, accedieron a endeudarse durante décadas para poder criar en un entorno ideal a sus hijos, lejos de los peligros del extrarradio. Nunca ocurre nada interesante.

Dos cables de acero cruzan, de pared a pared, el patio de luces. Cuelgan, tensos y paralelos, a una altura cercana al tejado. Insertos en los cables, amarrados firmemente a ellos, existen, por algún motivo, bloques cúbicos, de un material ligero y dimensiones apenas suficientes para caminar sobre ellos. El conjunto pudiera ser un puente colgante, extravagante y absurdo. Dos personas lo obsevan desde el balcón de su casa.

La joven lo cruza con elegancia ágil y precisa, desafiando las leyes de la gravedad, y las convenciones. Los observadores contemplan el ejercicio, maravillados, intentando grabar cada detalle en su memoria.

Ese acto extraordinario convierte a la joven, desde ese momento y para siempre, en una salvadora, una heroína, una persona ciertamente extraordinaria.

Para ella, mi más profunda admiración.

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