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Y cuando te grita, solo oyes el eco de su voz.
No, no es desprecio ni apatía, es desesperación e impotencia.

Si murmura clamando al cielo, solo sientes la propia humillación mientras las ganas de llorar te desgañitan el pecho.

La presión se hace insufrible. Palpas la agonía por no poder respirar; al faltarte el aire te sobreviene un mareo y te desplomas sobre la polvorienta arena.

Es tu dignidad; vuelve a ser pisoteada una y otro vez; arrasada por un viento de palabras necias.

Vulnerable e indefenso, tu cuerpo se limita a asentir, cuando no puedes asumir los incesantes desprecios.

Tu alma recuerda con despecho, que la última bala nunca atraviesa tu conciencia, que el dolor te hace renacer de entre los muertos, pero no esta vez; no hay empuje, fuerza o pasión que te haga levantar del suelo.

Esta vez es diferente; no hay dolor, no hay rabia; lo que hay es tristeza y pena.

Está escrito de antemano, no va a cambiar; el orgullo nunca da a ceder.

Por eso, solo cuando entiendes que nada por más que luches, solo entonces, te dejas abrasar vivo en el infierno, para entrar en una dura depresión.

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