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Blancas y cátaros

Viejos reyes. Todo a su alrededor es griterío y juramentos de soldados, pero ellos dos se observan en silencio desde sus tronos de campaña improvisados en los extremos del campo de batalla. Uno de ellos es el soberano de la luz, con larga barba blanca y resplandeciente corona, comprada con el sudor de sus muchos vasallos; el otro gobierna en la oscuridad: es un hereje, y su religión está más perseguida que los asesinatos. Viste de negro sólo porque odia al soberano de la luz, y su corona es de cobre porque no necesita ostentaciones.
Antes de iniciar la carnicería, ambos monarcas entablan la acostumbrada diplomacia teatral. Dos pacíficos obispos se adelantan por cada bando, pero sus tonsuras son engañosas, pues las víboras son menos traicioneras. Las negociaciones pronto se convierten en una avinagrada disputa teológica. Los herejes intentan defender su fe, pero un paladín de la luz al mando de su tropa de caballería los rodea a traición y los lleva a su campamento. La intolerancia los quema en la hoguera a la vista de sus compatriotas, que nada pueden hacer para salvar a los patriarcas. Los soldados del rey luminoso celebran el martirio y parodian la extinción de las llamas escupiendo a la cara de los clérigos.
En las filas del rey hereje estalla la venganza, y sus tropas de a pie masacran a los arqueros e infantes enemigos, pero nada pueden contra los caballeros cruzados, que hacen retroceder de nuevo al último ejército defensor de los hogares apóstatas. Sus antaño inexpugnables fortalezas se rindieron tiempo atrás a la codicia y brutalidad de los soldados del viejo Barbablanca. Nada le impedirá pronto someter a las tranquilas tierras que cometieron el error de creerse libres para creer. Finalmente ve que la desbordada caballería enemiga huye por los montes, dejando a su rey indefenso, pues prefieren conservar sus señoríos y sus rastreras vidas que cumplir con su deber y su lealtad.
El humilde monarca negro se rinde ante Barbablanca, pero éste le entrega a la perversidad de su maquiavélica esposa, que, antes de cortarle la cabeza, le insinúa: "Nos siempre fuimos cuatro veces mejor".

Con toda mi humildad, para María.

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