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Diarrea cósmica

Gregorio llevaba muchos años acumulando odio en sus entrañas, y no lo podía expulsar. Tenía estreñimiento emocional. Después de efectuarle una exploración prostática, los médicos le dijeron que su problema probablemente tenía solución (ante la duda, lo confirmaron con una punción lumbar), simplemente necesitaba encontrar el desencadenante adecuado. Gregorio se preguntaba cuál podría ser, si no había bastado una exploración prostática, hasta que una mañana la ducha lo sacó de sus plácidos sueños para ir a trabajar.

Gregorio reguló escrupulosamente la temperatura, y cuando disfrutaba de la agradable calidez del agua en su espalda, una ráfaga de incandescencia le hizo soltar una maldición. Abrió un poco más la llave del agua fría, y la situación fue estabilizándose lentamente, aunque, por desgracia, esta vez la temperatura era ligerísimamente inferior a lo que Gregorio consideraba perfecto. En consecuencia, dio un toquecito imperceptible al grifo del agua caliente, lo que tras unos segundos desató una nueva llamarada sobre sus riñones.

Esto se prolongó en un ciclo infinito, porque la ducha de Gregorio era budista, pero Gregorio llegó al hartazgo a la séptima reencarnación de sus problemas. Salió de la ducha y se lanzó en moto a la carretera hasta las antípodas del universo, y allí subió por una interminable escalera de marfil hasta la cima de los acantilados del confín último. Y gritó. Gritó, gritó y gritó. El sol se puso y Gregorio siguió gritando. Gritó durante siete días y siete noches, y al octavo amanecer (hacía tiempo que se había quedado sin voz) sus pulmones se dieron la vuelta y salieron despedidos. Y Gregorio detrás de ellos del revés, desvaneciéndose en el odio esencial.

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