Nada como un buen rodillazo en la espalda para hacer desistir a los capullos (y capullas) que intentan reclinar el asiento del autobús sin pedir permiso al pasajero que va sentado detrás. En este caso, yo.
Tormentas que se acercan. Solo los dioses ven las tormentas así, bellas, desde el aire, flotando entre las nubes. Se saturan los oídos entre el ruido crudo de la incertidumbre. Tan frágiles, tan efímeros que da lástima siquiera seguir adelante. Será el recuerdo del amor en la infancia lo que nos fuerza a tener instintos y sobrevivir aun cuando no queremos. Ingrávidas, mis lágrimas, reflejan los remordimientos como un espejo curvo e infinito. B.
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