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Las palomas

La mañana es fría y luminosa, es el final de diciembre. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí, hay demasiadas tareas pendientes. He bajado a desayunar a una hora que no concebía que existiese, una hora mítica, cuando yo creía que todo dormía sobre la Tierra. Pero no todo duerme. Mientras bebía un tazón de leche he mirado insomne por la ventana, y avanzando por mi calle he visto caminar a una treintena de palomas, grises y blancas. Picoteaban el suelo aquí y allá, en un escuadrón de limpieza perfecto, abarcándolo todo. Era la Santa Compaña, y poco a poco fue pasando de largo.

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Insectos verdes oliendo el aire con sus antenas; maniquíes de plástico derritiéndose al sol, deformados; carracas moribundas intentando mantener una cadencia respetable; ecuaciones de segundo grado, circuitería, ácido y cobre; plagios repetitivos bienintencionados y exitosos; canciones lentas para una noche de verano; papel amarillento envejecido, con holor a flan en polvo Royal; desorden, suciedad, caos, falta de organización; soledad, angustia, impermutabilidad; jaquecas, sed, aburrimiento; un intento de repesca sabiamente abortado; demasiadas letras en un único párrafo; una voz desconocida desliendo melodías de un aro de goma; combustión interna espontánea; el invariable ruido de un ascensor que llega a su destino.