La mañana es fría y luminosa, es el final de diciembre. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí, hay demasiadas tareas pendientes. He bajado a desayunar a una hora que no concebía que existiese, una hora mítica, cuando yo creía que todo dormía sobre la Tierra. Pero no todo duerme. Mientras bebía un tazón de leche he mirado insomne por la ventana, y avanzando por mi calle he visto caminar a una treintena de palomas, grises y blancas. Picoteaban el suelo aquí y allá, en un escuadrón de limpieza perfecto, abarcándolo todo. Era la Santa Compaña, y poco a poco fue pasando de largo.
En la antigua Grecia surgió de la nada la chispa de la creatividad, y, siguiendo el ejemplo de muchos otros, Teudonio de Samos escibió una comedia sobre las ovejas. Pronto obtuvo el reconocimiento de las clases pudientes de Tebas y Atenas (en Esparta no estaban para tonterías), y fue muy popular hasta que el fundamentalismo cristiano lo arrasó todo en el siglo II. Tiempo después, los árabes tradujeron una copia que encontraron en las ruinas de Alejandría, omitiendo los pasajes en que las ovejas iban esquiladas, y vio el sultán de Egipto que era gracioso y repartió copias por todo el califato. No se sabe muy bien cómo, pero una de estas copias terminó traducida al castellano en San Millán de la Cogolla por un monje que tenía sus propias ideas en cuanto al amor entre ovejas de la misma condición ovejuna, y otra por un judío de Toledo que sabía un poco de árabe. Un pastor de Berchtesgaden se rió mucho un día leyéndolas y se llevó a Baviera una copia en arameo cuando volvió de las Cru...
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