En mi bañera vive una araña. Debe de tener el sentido del camuflaje averiado, porque se pasa las horas quieta sobre la superficie blanca, expuesta a los sapos aracnívoros que todas las noches emergen en silencio de las profundidades abisales inodoras. El primer día que la vi la intenté ahogar, pero quedó atrapada en la maraña de pelos que obstruían el desagüe. Cuando consiguió liberarse de mi intento de asesinato, me lanzó una mirada de reproche con sus ocho inteligentes ojos, aunque no exenta de cierta indulgencia ante la ignorancia humana de las leyes de la naturaleza y de la muerte, como diciendo: "Pobres humanos, son los únicos seres vivos que no saben dónde van cuando se mueren. No saben que son el eslabón más bajo de la reencarnación y que serán así de zafios para siempre. No voy a enfadarme por eso". Desde entonces la araña y yo nos observamos el uno al otro algunas tardes, cada uno en sus respectivos hábitats, a cual más artificial. Pronto ellas heredarán la Tierra.
En la antigua Grecia surgió de la nada la chispa de la creatividad, y, siguiendo el ejemplo de muchos otros, Teudonio de Samos escibió una comedia sobre las ovejas. Pronto obtuvo el reconocimiento de las clases pudientes de Tebas y Atenas (en Esparta no estaban para tonterías), y fue muy popular hasta que el fundamentalismo cristiano lo arrasó todo en el siglo II. Tiempo después, los árabes tradujeron una copia que encontraron en las ruinas de Alejandría, omitiendo los pasajes en que las ovejas iban esquiladas, y vio el sultán de Egipto que era gracioso y repartió copias por todo el califato. No se sabe muy bien cómo, pero una de estas copias terminó traducida al castellano en San Millán de la Cogolla por un monje que tenía sus propias ideas en cuanto al amor entre ovejas de la misma condición ovejuna, y otra por un judío de Toledo que sabía un poco de árabe. Un pastor de Berchtesgaden se rió mucho un día leyéndolas y se llevó a Baviera una copia en arameo cuando volvió de las Cru...
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