Había una vez un oficinista (llamémosle Herbert para facilitar la redacción) que se dedicaba a esperar. Herbert esperaba al autobús, esperaba a que dejase de llover, esperaba a que llegase el viernes y luego a que llegase el lunes. Iniciaba trámites burocráticos por ocupar los meses. Esperaba a tener vacaciones para poder tener un avión y montones de colas a los que esperar.
Un día, Herbert estaba esperando en un semáforo cuando una furgoneta de reparto de muebles dio un volantazo y se lo llevó por delante. Falleció esperando a la ambulancia. Ni siquiera lo atropelló un tranvía, como a Gaudí, fue una furgoneta. Y tampoco dejó una catedral por terminar.
Un día, Herbert estaba esperando en un semáforo cuando una furgoneta de reparto de muebles dio un volantazo y se lo llevó por delante. Falleció esperando a la ambulancia. Ni siquiera lo atropelló un tranvía, como a Gaudí, fue una furgoneta. Y tampoco dejó una catedral por terminar.
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