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Esperando a los gusanos

Había una vez un oficinista (llamémosle Herbert para facilitar la redacción) que se dedicaba a esperar. Herbert esperaba al autobús, esperaba a que dejase de llover, esperaba a que llegase el viernes y luego a que llegase el lunes. Iniciaba trámites burocráticos por ocupar los meses. Esperaba a tener vacaciones para poder tener un avión y montones de colas a los que esperar.
Un día, Herbert estaba esperando en un semáforo cuando una furgoneta de reparto de muebles dio un volantazo y se lo llevó por delante. Falleció esperando a la ambulancia. Ni siquiera lo atropelló un tranvía, como a Gaudí, fue una furgoneta. Y tampoco dejó una catedral por terminar.

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Insectos verdes oliendo el aire con sus antenas; maniquíes de plástico derritiéndose al sol, deformados; carracas moribundas intentando mantener una cadencia respetable; ecuaciones de segundo grado, circuitería, ácido y cobre; plagios repetitivos bienintencionados y exitosos; canciones lentas para una noche de verano; papel amarillento envejecido, con holor a flan en polvo Royal; desorden, suciedad, caos, falta de organización; soledad, angustia, impermutabilidad; jaquecas, sed, aburrimiento; un intento de repesca sabiamente abortado; demasiadas letras en un único párrafo; una voz desconocida desliendo melodías de un aro de goma; combustión interna espontánea; el invariable ruido de un ascensor que llega a su destino.