Estaban todos escondidos y temblorosos en la gran sala en penumbra, porque eran los últimos que quedaban. Los estertores finales de la luz de la luna se infiltraban por un gran ventanal, y destacaban el gris de las telarañas y el polvo sobre los relojes. Las cortinas ondeaban fantasmagóricamente. De repente, comenzó a oírse un ruido de pasos lentos pero firmes, que fue intensificándose hasta llegar al éxtasis de la tensión al detenerse detrás de la puerta. Con un largo lamento, ésta se abrió pausadamente, y un viento frío apagó todas las velas. Una figura oscura y gigantesca apareció en el umbral. «No tengáis miedo».
Tormentas que se acercan. Solo los dioses ven las tormentas así, bellas, desde el aire, flotando entre las nubes. Se saturan los oídos entre el ruido crudo de la incertidumbre. Tan frágiles, tan efímeros que da lástima siquiera seguir adelante. Será el recuerdo del amor en la infancia lo que nos fuerza a tener instintos y sobrevivir aun cuando no queremos. Ingrávidas, mis lágrimas, reflejan los remordimientos como un espejo curvo e infinito. B.
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