Estaban todos escondidos y temblorosos en la gran sala en penumbra, porque eran los últimos que quedaban. Los estertores finales de la luz de la luna se infiltraban por un gran ventanal, y destacaban el gris de las telarañas y el polvo sobre los relojes. Las cortinas ondeaban fantasmagóricamente. De repente, comenzó a oírse un ruido de pasos lentos pero firmes, que fue intensificándose hasta llegar al éxtasis de la tensión al detenerse detrás de la puerta. Con un largo lamento, ésta se abrió pausadamente, y un viento frío apagó todas las velas. Una figura oscura y gigantesca apareció en el umbral. «No tengáis miedo».
¿Palmeras decís, señor don Quijote? No veo sino una ínsula reseca y sórdida, morada tan sólo de cabras y de lunáticos. Ciego está en verdad tu entendimiento, Sancho amigo.
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